Son
las doce y media y mientras miro la hora en el reloj de mi celular me pregunto
cuál es la fuente de mí insoportable, en algunas ocasiones, impulso a llegar
temprano a todos los lugares. Mientras me pregunto pienso en la imagen de mi
abuelo, un ser que para mí siempre fue calvo y que no puedo imaginar de otra
manera, él cada vez que tenía una cita, y cuando su edad no le permitía salir
solo, obligaba a sus ocasionales y desocupados acompañantes a salir entre una
hora y una hora y media antes con la idea siempre persistente de que es mejor
salir con tiempo pues nunca se sabe lo que pueda pasar en el camino a nuestro
destino, pero ahora, tal acto de mi abuelo, que tanto me desesperaba en mi
adolescencia es una costumbre en mi joven adultez, quizás por simple costumbre
o por alguna lealtad inconsciente y hereditaria a su corporeidad ya occisa.
Y
allí estoy, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, un edificio gris compuesto de
vitrales y acero que forma una “h” y que según escuche en la radio días
anteriores ahora tiene otro nombre que como le pasará a muchas personas, no
recuerdo. Este es el aeropuerto más grande que existe en Colombia y a la 1.32
de la tarde me parece ridículamente grande para las personas que lo habitábamos
en ese momento, pero esta sensación era poco objetiva pues era la primera vez
que pisaba el interior de tal aeropuerto más allá del llamado “Puente Aéreo de
Avianca” una terminal alterna que recibe y emite los vuelos de esta misma
aerolínea y que es lo que queda de la obra que en la época de Rojas Pinilla
requirió la exorbitante suma de 100 millones de pesos y tenía una pista sólo
200 metros más pequeña que la que en aquel tiempo ostentaba el título de la más
grande, ahora mientras camino esta nueva terminal, por la que se observa en
algunos trayectos las ruinas del antiguo aeropuerto pienso en lo rudimentario
que se ve y en la caída de ciertas joyas de infraestructura destinadas a
sucumbir ante el inminente crecimiento y “progreso” de nuestra era.
Antes
de dirigirme a la puerta de abordaje, con una hora y media de tiempo previo a
lo indicado en mi tiquete de abordaje siento la fuerza de mi estómago
exigiéndome comida sin reconocer que en los días previos un problema con mi
tarjeta débito y un fallo de cálculo en la llegada de mi salario me habían obligado a un régimen de austeridad
del que solo quedaban $1.900, que a mi juicio no alcanzarían para mucho en tan suntuoso
aeropuerto. Fue así como en una caminata disimulada, con cierta pretensión de
camuflaje empecé a caminar, escondiendo con mi actitud mi precaria situación
económica, ahora que lo pienso, no entiendo el sentido de tal empresa, pero
entre paso y paso, miradas y miradas, llegue a un lugar que exhibía en su
vitrina unas empanadas enormes que costaban solo $1.700 y que comparadas con
unas exiguas almojábanas que constaban $1.800 avizorarían una fácil elección si
la dieta vegetariana fuera una elección eventual en busca de una variedad
gastronómica, sin embargo en mi caso era una elección permanente que en ese
momento me parecía ridícula, y entendí que el vegetarianismo no simplemente es
cuestión de ideología, es terquedad ante un menú que omite los vegetales como
forma valida de alimentación; es creatividad pues en los momentos más afanados
la dieta no se mueve entre más de dos alimentos y sobre todo el vegetarianismo
es cuestión de ocio y prosperidad pues es difícil pensar en que un trabajador
raso, de nuestra patria del sgrado corazón de Jesús tenga la prioridad de
aprender a cocinar unas berenjenas a la gruyere cuando el arroz con pollo
parece más sencillo y brinda más energías.
Al
final del debate interior me consolé que
a la llegada a mi pueblo calmaría mi hambre con banquetes más completos, pero
por ahora le haría una triquiñuela a mi apetito consumiendo lentamente la
almojábana fría y dura que terminé comprando.
Enfrente
de la puerta de embarque numero 82 una operaria, menudita con el maquillaje
característico de las mujeres que trabajan en la industria aeronáutica, con una
sutil combinación entre Marilyn Monroe y una muñeca de porcelana anunciaba a
los pacientes pasajeros del vuelo 3014 de Lan que la puerta de embarque había
sido cambiada por la 86, fue entonces como con maletas en mano y con la
esperanza de que el cambio fuera una señal de puntualidad en el embarque y
despegue del avión subimos al segundo piso para dar inicio a una hora de espera
antes de que nos llamaran a abordar el avión.
Esperar
será siempre tedioso para mí, más mientras siga temiendo a los aviones, las
alturas y cuando el deseo de abandonar el aeropuerto y llegar a casa sean cada
vez más fuertes, y aunque una cuarta lectura de 100 de Soledad me acompañaba en
la espera me parecía que envejecía de manera precipitada mientras estaba allí
sentado, como si el aeropuerto me obligara a alcanzar en posición física la
vejes de la solitaria Úrsula Iguaran y por un instante, cuando mi concentración
era cada vez más difícil de lograr por la impaciencia, sentí que mi lectura era
un círculo en el que no avanzaba, como cuando el Coronel Aureliano Buendía
indignado al saber que sus pescaditos de oro se vendían sólo por que
representaban una reliquia de guerra, decidió no venderlos más y solo fabricarlos
para apaciguar su espíritu, fabricando 25 pescaditos de oro que luego fundiría
para volver a empezar de nuevo una y otra vez.
Finalmente,
una hora después de lo anunciado en mi pase de abordaje, y dos horas y media de
espera por mi impulso madrugador fuimos convocados al interior del avión donde
una ventanilla, al lado derecho en la quinta fila custodiaba mi silla, la misma
que habría de sufrir 40 minutos de movimientos impacientes mientras una fila
compuesta por 8 aeronaves esperaba su turno de despegue, nuestra aeronave
ocupaba el muy desconsolador turno 8.
El
carreteo final fue esperanzador y cuando apareció finalmente la cebra que da
inicio a la pista de despegue mi miedo a volar se apaciguó con la proximidad de
mi viaje final, después de haber disfrutado unos extraños pero gratificantes 5
días en la capital de la nación.
El
vuelo resultó ser tranquilo, con excepción de algunos leves cambios de
velocidad que en mi cuerpo temeroso parecían un descenso forzoso e inminente.
Era, pese a los pronósticos visuales del aeropuerto un día soleado que se fue
revelando a medida que nos alejábamos del suelo y de la ciudad y que dibujaba
en cada kilómetro de avance la entonación de las montañas que caracteriza el
departamento antioqueño, logré divisar alrededor de 3 o 4 poblaciones
empotradas entre las montañas y solo pude identificar una, no con mucha
seguridad pero que por la proximidad con La Ceja del Tambo supuse que era La
Unión.
De
allí en adelante todos fueron paisajes conocidos, custodiados por el monte el
Capiro, que visto desde el avión no parece más que un absceso en una piel lisa
y que desde las alturas pierde un poco de la autoridad que en la tierra le
atribuimos, pero que sin duda en ese momento era la señal clara del próximo
aterrizaje, y más que eso era el fin de mi sentimiento de vulnerabilidad,
sentimiento que causaba un aeropuerto gigante, un vegetarianismo torpe y solo
$100 después de la fría y dura almojábana.