martes, 6 de mayo de 2014

De Aeropuertos y Vegetarianismo - Por: J. Andrés Jiménez Rodas.



Son las doce y media y mientras miro la hora en el reloj de mi celular me pregunto cuál es la fuente de mí insoportable, en algunas ocasiones, impulso a llegar temprano a todos los lugares. Mientras me pregunto pienso en la imagen de mi abuelo, un ser que para mí siempre fue calvo y que no puedo imaginar de otra manera, él cada vez que tenía una cita, y cuando su edad no le permitía salir solo, obligaba a sus ocasionales y desocupados acompañantes a salir entre una hora y una hora y media antes con la idea siempre persistente de que es mejor salir con tiempo pues nunca se sabe lo que pueda pasar en el camino a nuestro destino, pero ahora, tal acto de mi abuelo, que tanto me desesperaba en mi adolescencia es una costumbre en mi joven adultez, quizás por simple costumbre o por alguna lealtad inconsciente y hereditaria a su corporeidad ya occisa.

Y allí estoy, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, un edificio gris compuesto de vitrales y acero que forma una “h” y que según escuche en la radio días anteriores ahora tiene otro nombre que como le pasará a muchas personas, no recuerdo. Este es el aeropuerto más grande que existe en Colombia y a la 1.32 de la tarde me parece ridículamente grande para las personas que lo habitábamos en ese momento, pero esta sensación era poco objetiva pues era la primera vez que pisaba el interior de tal aeropuerto más allá del llamado “Puente Aéreo de Avianca” una terminal alterna que recibe y emite los vuelos de esta misma aerolínea y que es lo que queda de la obra que en la época de Rojas Pinilla requirió la exorbitante suma de 100 millones de pesos y tenía una pista sólo 200 metros más pequeña que la que en aquel tiempo ostentaba el título de la más grande, ahora mientras camino esta nueva terminal, por la que se observa en algunos trayectos las ruinas del antiguo aeropuerto pienso en lo rudimentario que se ve y en la caída de ciertas joyas de infraestructura destinadas a sucumbir ante el inminente crecimiento y “progreso” de nuestra era.

Antes de dirigirme a la puerta de abordaje, con una hora y media de tiempo previo a lo indicado en mi tiquete de abordaje siento la fuerza de mi estómago exigiéndome comida sin reconocer que en los días previos un problema con mi tarjeta débito y un fallo de cálculo en la llegada de mi salario  me habían obligado a un régimen de austeridad del que solo quedaban $1.900, que a mi juicio no alcanzarían para mucho en tan suntuoso aeropuerto. Fue así como en una caminata disimulada, con cierta pretensión de camuflaje empecé a caminar, escondiendo con mi actitud mi precaria situación económica, ahora que lo pienso, no entiendo el sentido de tal empresa, pero entre paso y paso, miradas y miradas, llegue a un lugar que exhibía en su vitrina unas empanadas enormes que costaban solo $1.700 y que comparadas con unas exiguas almojábanas que constaban $1.800 avizorarían una fácil elección si la dieta vegetariana fuera una elección eventual en busca de una variedad gastronómica, sin embargo en mi caso era una elección permanente que en ese momento me parecía ridícula, y entendí que el vegetarianismo no simplemente es cuestión de ideología, es terquedad ante un menú que omite los vegetales como forma valida de alimentación; es creatividad pues en los momentos más afanados la dieta no se mueve entre más de dos alimentos y sobre todo el vegetarianismo es cuestión de ocio y prosperidad pues es difícil pensar en que un trabajador raso, de nuestra patria del sgrado corazón de Jesús tenga la prioridad de aprender a cocinar unas berenjenas a la gruyere cuando el arroz con pollo parece más sencillo y brinda más energías. 
 
Al final  del debate interior me consolé que a la llegada a mi pueblo calmaría mi hambre con banquetes más completos, pero por ahora le haría una triquiñuela a mi apetito consumiendo lentamente la almojábana fría y dura que terminé comprando.

Enfrente de la puerta de embarque numero 82 una operaria, menudita con el maquillaje característico de las mujeres que trabajan en la industria aeronáutica, con una sutil combinación entre Marilyn Monroe y una muñeca de porcelana anunciaba a los pacientes pasajeros del vuelo 3014 de Lan que la puerta de embarque había sido cambiada por la 86, fue entonces como con maletas en mano y con la esperanza de que el cambio fuera una señal de puntualidad en el embarque y despegue del avión subimos al segundo piso para dar inicio a una hora de espera antes de que nos llamaran a abordar el avión.

Esperar será siempre tedioso para mí, más mientras siga temiendo a los aviones, las alturas y cuando el deseo de abandonar el aeropuerto y llegar a casa sean cada vez más fuertes, y aunque una cuarta lectura de 100 de Soledad me acompañaba en la espera me parecía que envejecía de manera precipitada mientras estaba allí sentado, como si el aeropuerto me obligara a alcanzar en posición física la vejes de la solitaria Úrsula Iguaran y por un instante, cuando mi concentración era cada vez más difícil de lograr por la impaciencia, sentí que mi lectura era un círculo en el que no avanzaba, como cuando el Coronel Aureliano Buendía indignado al saber que sus pescaditos de oro se vendían sólo por que representaban una reliquia de guerra, decidió no venderlos más y solo fabricarlos para apaciguar su espíritu, fabricando 25 pescaditos de oro que luego fundiría para volver a empezar de nuevo una y otra vez.

Finalmente, una hora después de lo anunciado en mi pase de abordaje, y dos horas y media de espera por mi impulso madrugador fuimos convocados al interior del avión donde una ventanilla, al lado derecho en la quinta fila custodiaba mi silla, la misma que habría de sufrir 40 minutos de movimientos impacientes mientras una fila compuesta por 8 aeronaves esperaba su turno de despegue, nuestra aeronave ocupaba el muy desconsolador turno 8.

El carreteo final fue esperanzador y cuando apareció finalmente la cebra que da inicio a la pista de despegue mi miedo a volar se apaciguó con la proximidad de mi viaje final, después de haber disfrutado unos extraños pero gratificantes 5 días en la capital de la nación.

El vuelo resultó ser tranquilo, con excepción de algunos leves cambios de velocidad que en mi cuerpo temeroso parecían un descenso forzoso e inminente. Era, pese a los pronósticos visuales del aeropuerto un día soleado que se fue revelando a medida que nos alejábamos del suelo y de la ciudad y que dibujaba en cada kilómetro de avance la entonación de las montañas que caracteriza el departamento antioqueño, logré divisar alrededor de 3 o 4 poblaciones empotradas entre las montañas y solo pude identificar una, no con mucha seguridad pero que por la proximidad con La Ceja del Tambo supuse que era La Unión.


De allí en adelante todos fueron paisajes conocidos, custodiados por el monte el Capiro, que visto desde el avión no parece más que un absceso en una piel lisa y que desde las alturas pierde un poco de la autoridad que en la tierra le atribuimos, pero que sin duda en ese momento era la señal clara del próximo aterrizaje, y más que eso era el fin de mi sentimiento de vulnerabilidad, sentimiento que causaba un aeropuerto gigante, un vegetarianismo torpe y solo $100 después de la fría y dura almojábana.

Un cafe y un Cigarrillo